La Bebida y la Verdad: absenta

Hay quien cuando bebe se cree filósofo, hay quien se cree poeta, hay quien se cree seductor y hasta hay también los que se creen guerreros. El poder seductor de la bebida nos convence, nos persuade.

Cuando volvemos a la sobria realidad descubrimos quienes en realidad somos o, quizás, es al revés, y siempre fuimos guerreros, poetas, filósofos o seductores, pero nuestras inhibiciones nunca nos dejaron ser y nuestra falta de práctica hace que concluyamos en resaca.

¿Hay que embriagarse para descubrir la verdad, observar como la realidad se vuelve nebulosa, confusa, con márgenes inquietos como siempre es, fue y será?. ¿Hay que embriagarse para poder practicar nuestra verdad, convertirnos diestros en ella, para, finalmente, vivir como la borrachera manda pero lejos para siempre de la resaca?.

Hoy tomé de más y me creo filósofo. Soy un mal filósofo porque no acostumbro beber. Y jamás seré bueno porque no me gusta beber.

Uno puede preguntarse por el mundo, por uno y por los otros, puede incluso hacer malabares con palabras como un gran filósofo o crear ilusiones mas reales que la realidad valiéndose de la destreza técnica de un buen relato o de un prolijo código de realidad virtual, pero las preguntas siguen y seguirán siendo las mismas de hace milenios y seguirán siendo el combustible para esa fuga permanente de la que tanto provecho sacamos en ficciones y tecnología y ciencia y arte.

La urgencia de la pregunta que obstinadamente intentamos obturar nos brindó todas las ramas del arte y la ciencia, en el terreno de la especie, y las mas hermosas vivencias como el amor, en el terreno individual, porque allí también imponemos el sentido a nuestra vida.

Hacerse inútilmente una y otra vez las grandes preguntas es una perdida de tiempo, pero no entendida dicha perdida como un esfuerzo del que nada se obtiene y por nada se hace, sino que es literalmente una perdida de tiempo. Es el Tiempo el que perdemos al formular las preguntas que nos deslumbran como especie. Es la percepción de la sucesión de acontecimiento la que olvidamos cuando nos sumergimos en un texto eterno. El tiempo, esa cárcel plástica, rutinaria, imposible, se desarma cuando nos descubrimos en las grandes preguntas, cuando filosofamos, cuando nos deslumbramos por la complejidad de un concepto o una teoría científica.

El caos es un mito, una ilusión que solo podemos nombrar pero nunca vivir. La mente humana, la saludable mente humana, nunca estuvo ni estará preparada para el desorden completo. La anarquía solo existe en un mundo sin lenguaje. Un mundo del que somos apartado desde siempre porque somos infectados por el virus del simbolismo en cuanto nacemos. Y solo somos curados cuando el virus muere porque enloquecemos o porque fallecemos nosotros también.

Borges decía que uno muere en soledad, que la muerte es una experiencia intima e intrasmisible, quizá por eso escribir sobre la muerte, que no es otra cosa que interrogarnos sobre el sentido de la vida, nos permite percibir la brisa fresca, el aire nuevo, la libertad de la ausencia que se filtra a través de los conceptos que no pueden terminar de describir su objeto porque para lograr ese cometido deberíamos estar fuera del lenguaje. Wittgenstein lo dijo: el ojo que ve el mundo pero no se ve él.

Escribir sobre la muerte o sobre su otra cara: el amor, nos permite escapar del lenguaje que es la prisión de todo hombre.

Disfruto la sobriedad. La mentira mediocre de la cotidianidad. Mañana padeceré no vivir como un borracho. Mañana tendré resaca: odiaré estas palabras.

Ampliacion del texto orignalmente publicado en Medium el 31 de junio del 2016