Subterráneo 1

Baje rápidamente las escaleras del subterráneo como si un vagón esperara por mi, cuando somos nosotros, los usuarios, quienes siempre esperamos. Caminé la estación hasta el fondo quizá por la ingenua esperanza de llegar antes al tren que todavía no arribaba o quizá por la sabiduría empírica, fruto de la experiencia, de saber que en los últimos vagones hay mas espacio.

Allí, en un rincón de la estación, abrigada únicamente con retazos de trapos que en algún momento fue ropa, mostrando su sonrisa desdentada y su pelo sucio y enredado, había una mujer pidiendo limosna. Un ser humano más arrojado como bolsa de residuo para ser devorada por la ciudad anónima y pasar a formar parte de la anonimia inhumana de la totalidad urbana. Si hasta Dios ignora su dolor, por qué nosotros haríamos algo diferente, por qué le ofreceríamos ayuda: quizá por empática pero la distancia real que nos separa de ese ser humano, de ese desecho de la ciudad, fue ampliada, aumentada por una distancia virtual: tablets, celulares, carteles luminosos y demás artefactos tecnológico que seducen nuestra atención hacia nosotros o hacia cualquier otra cosa. El subte llegó y cumplió su deber moral y real: transportarme lejos de ese ser humano que como espejo de posibilidades me arrojaba la cercanía de la miseria.

Desechar humanos del sistema es el sacrificio que exige el Dios mercado para mantener el bienestar de la mayoría, es su ración de sangre que requiere el vampiro capitalista para dotarnos de un bienestar insostenible de otra forma: nuestra ropa y demás bienes necesitan mano de obra esclava e injusticia social. Somos cómplices silenciosos de la pobreza, somos quienes la financiamos y después, hipócritamente, lavamos nuestras culpas dando limosna a un desahuciado. Nadie ayuda nunca. No es posible. No en el sistema actual porque nacemos derrotados e intentar ayudar solo nos hace hipócritas.

No descubro nada con mis palabras. Nada cambiará con mis palabras. Tampoco nada mejorará.

Tengo, sí, la secreta esperanza de no terminar en la pobreza, no porque crea en la justicia, en la meritocracia o en la existencia de cualquier tipo de orden sacrificio-recompensa (presencié muchas injusticias sociales y no sociales como para creer en la existencia de cualquier orden), solo tengo esa rara tozudez que existe en el espíritu humano pero en lugar de estar inclinada hacia un Dios, hacia una vocación o hacia otra forma del amor, se encuentra anclada en la vida, en la existencia, en mi propio bienestar egoísta.