Abro las puertas del conocimiento, percibo su tibieza y su luz y su aire nuevo bañando mi rostro y llenando de vitalidad mis pulmones, pero jamás atravieso la entrada. No conozco ese camino. Nunca lo pisé. Solo tengo su panorámica imagen en mi retina. Obtengo la promesa, soy la promesa, nunca el hecho maduro. Jugué siempre al ringraje con las instituciones del conocimiento.
Desconozco el fracaso, también la victoria, me apodero del brillo, de la luz, del esplendor del saber y, cuando intenta volverse uno conmigo, cuando podría apoderarme de él y esgrimirlo como arma para futuras batallas o como herramientas de futuras proezas, vuelvo a refugiarme en las sombras.
Nunca degusté el saber.
Soy torpe en cualquier tema. Mi información es incompleta, errónea o simplemente pura habladuría. No soy un completo ignorante porque mi naturaleza es incompletitud, como la de la mayoría, pero en mí es más subrayada. Es una incompletitud más completa de incompletitudes.
Escapo a toda definición.
Leí palabras escritas sobre el mármol, talladas en rocas, tan pretendidamente definitivas como la muerte, tan pretendidamente originales, tan pretenciosas.
Y acá están mis palabras sin siquiera hojas, escritas en bytes y talladas en pixeles, tan efímeras, tan vulgares, tan terrenales.
La fragilidad de mis palabras no resistirá la tormenta del devenir porque ya no son mías estas palabras sino nuestras, son las palabras de mi tiempo, un tiempo de conceptos frágiles como frágiles también son las palabras que visten.
Ah, pero las lágrimas son siempre tibias: reconfortan.
¿Por qué se llora tanto de niño y se llora tan poco de adulto?, porque nos acostumbramos.