Mis días transcurren con la normalidad habitual: porno, literatura, informática, aunque no necesariamente en ese orden. Solo modifiqué mi rutina diaria de viajar a capital federal: el viaje incomodo de colectivo, tren y subte que me llevaba a mi puesto de trabajo se terminó momentáneamente. Y los trabajos remotos, que antes hacía solo los lunes, ahora son lo habitual.
No extraño viajar en colectivo, menos aún en tren donde uno encuentra predicadores, artistas mediocres, limosneros con sus estampitas, que son como sus certificados para mendigar, y vendedores de golosinas, tampoco en subte. Extraño hablar con personas menores de 60 años.
El único contacto humano se reduce a las charlas con mis tíos cuyos temas son circundantes a la programación del canal “volver”.
Un temor, como la sombra formándose al ponerse lentamente el sol, comienza a surgir: el desempleo. Me reconozco como el eslabón mas débil. Si surgiera necesidad de recortar, yo pienso que sería la primer victima de la empresa en que trabajo. Nadie podría culpar a mis empleadores bajo estas circunstancias.
Me gusta el encierro. Nunca tuve problemas con los ambientes mínimos. Repelo todo orden y rutina. Soy, en definitiva, una especie perfectamente adaptada a las condiciones actuales.
Estoy escribiendo esto a última hora, cuando mi anterior post fue a primeras horas de aquel día. No es mi propósito ser desordenado.
Mi tío recuerda dos trabajos con mucho afecto: como policía y como bancario. En ambos trabajos llevaba una rutina de orden y discreción envidiable. Un reloj suizo. Su vida siempre regida por una rutina imprescindible como el aire. Sin esa rutina no había vida. Yo jamas pude imitar esa cualidad. Me asfixia toda rutina. La siento como la muerte.
La constancia, su uniformidad, se me asemeja tanto a la quietud de la muerte. En cambio, para mi tio, el movimiento repetitivo, la certeza de que una cosa causará otra y esa cosa otra cosa y así sucesivamente es la certeza de la vida.
“El ruido es vida”, repite mi tío cada vez que me encuentra leyendo un libro o el monitor. “La vida es sentido”, lo corrijo yo. Y él no me entiende porque su existencia fue puro ruido sin sentido: un movimiento de reloj suizo que solo sabe que un movimiento seguirá siempre a otro movimiento.
Hay que arrojarse sobre cada pasión como un cocainomano sobre su droga: esnifar con voracidad cada gramo porque minutos después del efecto narcótico sobrevendrá la falta de aire, el temblor de las manos, la certeza de la muerte y todo seguirá marchitándose a un ritmo veloz hasta dar una nueva probada a una nueva pasión narcotizante que se nos escurrirá como el agua entre las manos. A eso se reduce mi rutina. Mi rutina persigue la pasión.